El resultado de Ene fue positivo. Ha sido portador de Covid-19 y se ha enfermado. El dictamen lo supe hace casi tres semanas. Me enteré un jueves y, desde entonces, empecé a calcular cuánto tiempo discurrió desde la última vez que estuve en contacto con él. Luego de cavilar, debí encerrarme por dos semanas, a la espera de que algún síntoma estallara en mí. Salvo un dolor de cabeza y el agotamiento que se propicia con el encierro, no tuve alguna otra molestia, si es que se obvia a la espera y el constante resonar de la mortalidad: no es un descubrimiento, pero su constante repicar hace a los días cansinos, repetitivos y, en mi caso, me condujo a las praderas de la ira en donde discurrí apoyado en los western que emitieron desde los jueves hasta los domingos de julio en el canal de youtube del MALBA.
A Ene le dio un dolor en el pecho que coincidió con un golpe que se dio al subir al techo de mi casa y revisar cómo estaba el nivel del agua. En ese entonces llovía, pero no había acueducto, con lo que se debía medir el consumo más de lo que se acostumbra en un lugar con problemas de suministro como San Cristóbal de las Casas. Desde el positivo, Ene piensa que, más que un asunto virológico, es una nueva treta del familiar que quiere asesinarlo en San Juan Chamula. De hecho, ha salido a hablar con su rezandero para relatarle los sueños a través de los cuales hay una nueva lucha entre espíritus que quieren apoderarse de él. Mientras tanto, los demás esperamos… ¿qué esperamos?
En un comienzo me supuse como doble de Novarro, el poeta filipino. Imaginé una gran ola y no una inundación que se completara a cuentagotas hasta asfixiarme. El virus está en casa y, aunque parece que nadie más se ha contagiado, circula y seguirá filtrándose por cualquier mínima gotera. El tsunami de Novarro devino una anegación aburrida, quizá tan mediocre como lo fue el terremoto que también nos sacudió hace un mes. Estaba sentado en mi escritorio improvisado (compuesto por una silla de oficina que debí comprar pues las nalgas se me estaban pelando debido al contacto con el mueble de madera rústico que compré en un inicio, y una mesa para planchar ropa que adapté a una altura aceptable); el sacudón disparó a las alarmas, los borregos se acuclillaron, al igual que los patos, y los árboles se remecieron. Justo cuando se intensificó el movimiento, este se detuvo; ya estaba preparándome para el derrumbe subsiguiente y la conjunción con nuevas inundaciones y el estallido final de la peste: nada de eso se ha dado: todo son goteras y una espera que me ha hecho perder hasta mis intentos por hacer algún chiste propicio para uno de esos programas concurso a los que se les suele acusar de rústico, elemental y cargado de un racismo y sexismo no tan soterrados para los agudos analistas del discurso mediático.
En estos días también hablé con Uve. Vive en un lote que cuenta con dos inmuebles. El que ella habita, lo comparte con sus dos hijos pequeños; en la otra edificación está el que era su marido hasta poco antes de que apareciera el virus. Su esposo – que no lo es pues estuvieron juntos por más de una década, pero jamás se casaron, aunque para mí son esposos y por eso veo tantos divorcios cuando tengo la oportunidad de salir- espera a que todo merme para quizá regresar a su ciudad de origen y volver a empezar un negocio que ya ha quebrado. Ella le tiene fastidio y esto, además de la anécdota, tiene la particularidad que me ha evocado, entre sus quejas, a A, otro conocido con el que coincidimos cuando los tres vivimos en Buenos Aires: siempre lo esperó – usó esa locución verbal- para retomar ese romance que yo apenas vi y se diluyó mucho más rápido que como apareció.
Pero A está casado. Sin hijos, pero casado. Y vive en las antípodas: “el asunto es que ya no habrá más oportunidades”, me dijo ella. Ya no las hay: antes convivíamos con la expectativa de un retorno; ahora, lo que viene es completar lo que se trazó antes, cuando nos apoyábamos en la certeza de un después y un retorno. No pude decirle mucho a Uve y aún lamento carecer de elocuencia. Sólo espero que su exmarido se pueda marchar y que ninguno se muera de hambre porque lo que se llama vida ya se nos esfumó.
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Me ha costado seguir con el anecdotario y ya Leandro ha decidido cerrar su diario con la entrega número treinta. Yo no sé si cerrar, quiero pensar que esto puede tener el mismo riesgo y destino de nosotros: una interrupción sorpresiva, sin muchos anuncios, sin preámbulos, algo semejante a mover la palanca de un interruptor para que se apague y que la oscuridad dote de imposibilidad la existencia de cualquier forma de luz.
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El Necrosado contaminó con Covid-19 a su mamá, una señora de ochenta años, infartada. Ella sobrevivió y él no cree que haya estado enferma. Continúa con su gesta alcohólica con su nueva esposa y suele lamentarse por la pandemia.